Con el alucinógeno mo

mento del himno danés como broche de ¿oro?, se cerraba el domingo pasado un nuevo Tour de Francia, que tenía por segunda vez como ganador a
Alberto Contador, y que confirma lo mucho que tienen que decir los ciclistas españoles en la prueba francesa. Y a
Alberto aun le queda cuerda para rato. Y, sí, vaya, un aplauso para el señor
Lance Armstrong, vuelve tras tres años, casi cuarentón, y va el tío y queda tercero. Vaya tipo. Y con cara de ¡hmpf! durante la entrega de premios y demás. Este hombre no cambiará nunca.
En realidad de lo que quiero hablar no es del Tour 2009, sino de la prueba en sí, el ciclismo y mis propios recuerdos. Si no les interesa ese extraño deporte de la dos ruedas o lo que tenga que decir sobre él pueden simplemente saltarse todo este texto, en realidad lo escribo para mí mismo, como un diálogo con mi propio yo. De todas formas, en algún momento me gustaría ponerme a escribir unos pocos capítulos dedicados a la historia del Tour de Francia, no demasiado profundamente, porque no tengo los conocimientos para ello, pero aun así antes debería documentarme. Pero bueno, de momento eso es sólo uno de tantos proyectos que cruzan por mi mente.
Muchos dicen que los ciclistas son, de entre los deportistas de élite, toda una raza en sí misma, y que la locura que les invade de pegarse palizas pedaleando sólo es superada por los suicidas de los alpinistas y demás. Desde luego, cuando se habla de la fatiga de los jugadores de fútbol por la sobrecarga de partidos, es inevitable no sonreírse pensando en las palizas que se pegan los ciclistas, donde raramente una etapa se suspende o se acorta por culpa de la lluvia, el calor o la nieve. Y al igual que los ciclistas, los aficionados al ciclismo televisado también parecen a veces seres raros que viven con pasión un deporte donde supuestamente nunca pasa nada y donde no hay Cristianos Ronaldos que vuelvan locas a las fans. Y aunque sea cierto que una etapa monónota del Tour puede superar en aburrimiento al partido de fútbol más aburrido, cuando la lucha se desata se crea un ambiente que pocas veces se da en el balompié. Y, además, siempre nos quedan los bonitos paisajes.
Mi afición al fútbol ya queda muy lejana, y apenas sí lo sigo en los campeonatos internacionales por países. Un buen día encontré otros alicientes, y simplemente no había sitio para el once contra once. Y, por qué no decirlo, también me cansé del borreguismo de muchos aficionados. Aunque no piensen que fui forofo de bufanda y estadio, lo mio era la televisión. Pero, en fin, que me cansé de las conversaciones absurdas, el monotema, y de la prensa deportiva española que, al menos a nivel nacional, no sé por qué no hablan tan mal de ella como lo hacen con la prensa del corazón.
La NBA se alejó de mí porque pasó a los canales de pago. Los días de gloria de
Mike Tyson pasaron, la tele dejó de emitir los combates de los pesados y si uno se declaraba fan del boxeo le miraban como a un depravado que se divierte con la sangre de dos tipos y que come cabezas de ciervo enfitadas, y que seguro tiene a un caballo por senador guardado en casa. Y, bueno, al final lo que quedaba era el ciclismo, y las Olimpiadas.
No es que en mi casa el ciclismo fuera una constante, pero desde luego recuerdo que en las tardes de verano cuando llegaba la alta montaña era probable que en la televisión se pusiera el ciclismo. Y no es que me pareciera realmente excitante, pero claro para un pequeñajo ver a tipos en bicicleta podía no ser el mejor de los entretenimientos. Pero, vaya, al fin y al cabo, uno siempre había querido su bici, y allí había una conexión. Aunque no sé si el rock llegó demasiado pronto, pero la idea de montar en bici nunca llegó a calar en mí, una lástima; dudo que hubiera en mí un
Eddie Merckx en potencia, pero bueno, nunca se sabe... yo prefiero pensar, que efectivamente, el mundo ha perdido a un gran campeón conmigo.
Como cualquier buen aficionado al ciclismo de carretera sabe, el Tour de Francia es la reina de todas las pruebas, y yo al menos comencé a aficionarme al ciclismo viendo el Tour. Cuando ya con un poco más de seso comprendí toda la épica que rodeaba a la prueba, y lo excitante de las etapas de alta montaña, desde luego ya encontré algo con que llenar mi tiempo las tórridas tardes de julio. Y. sí, tampoco lo negaré, descubrí también el potencial del Tour, junto a los documentales de animales de la sabana africana, para las megasiestas. Aunque esto merece un párrafo aparte.
Para los clásicos seguidores de Tour TVE ha sido siempre el lugar donde seguir las andanzas de los ciclistas en el Tour. Por suerte el ciclismo no parece que tenga tanto tirón como el fútbol o la NBA y prácticamente ha estado siempre en la televisión nacional, aunque aun recuerdo Giro retransmitido por Telecinco absolutamente alucinógeno y desastroso. Pero lo de aquel año más que un párrafo aparte merecería un post entero.
En fin, el caso es que hubo un día en que los comentaristas no eran el bueno de
Carlos de Andrés y el dicharachero
Pedro Delgado, sino el gran y añorado
Pedro González, que antes de que llegara como comentarista
Perico ponía voz al Tour con su característico tono cálido y monocorde que, sobretodo en las etapas más tranquilas, pues, la verdad, servía como fondo perfecto para una megasiesta brutal. Un gran tipo
Pedro González, yo creo que a veces hasta él mismo se adormilaba, de hecho guardo en la memoria una imagen del pobre comentarista enfundado en una chaqueta invernal, con bufanda, nariz roja y una taza humeante en las manos, retransmitiendo desde algun puerto de montaña, y vamos, creo que realmente hacía esfuerzos por no quedarse sobado. Por supuesto con la llegada del gran
Pedro Delgado todo cambió; el ex-campeón es un tipo demasiado animado como para que se caiga en la retransmisión de run-run.
Bueno, como iba diciendo, me aficioné a ver el ciclismo, especialmente el Tour, y por aquellos días
Pedro Delgado se encontraba ya en las postrimerías de su carrera, y
Miguel Indurain estaba a punto de revelarse como el gran ciclista que fue. De hecho los dos corrieron en un encuentro ciclista donde veraneaba, y aun más, se alojaron ¡dos pisos abajo de donde vivía yo! Les vitoreamos un rato (bueno, más bien vitoreamos a
Perico, que era el hombre del momento, porque de
Indurain nada sabíamos, pero recuerdo su desgarbada figura junto a la del segoviano. Por supuesto no nos dieron ni un triste saludo, imagino que debían estar hasta el gorro de niños gritones).
Y bueno, en 1991 llegó el primer Tour de
Indurain, y una etapa de reinado como la de otros corredores míticos del pasado sobre los que tanto había leído o me habían hablado, y que siempre me preguntaba como habrían sido. Y además en este caso era un español el líder insultante de la carrera. Lo que siguió a continuación fue muy parecido a lo que ha pasado con
Fernando Alonso: de repente a todo el mundo le gustaba el ciclismo, en los bares todo el mundo era un entendido del ciclismo, y, con la ventaja que supone el poder dar pedales por la carretera y no poder ir con un coche de carreras, todo el mundo pareció comparse una bicicleta. Fueron tiempos muy excitantes aquellos, a pesar de que hubiera gente que decía que si el navarro era un ciclista robot, o que si no era ambicioso, o tal y cual. Para mí el único sinsabor, aparte de no poder verle enfundarse un sexto maillot amarillo en París, fue el que no pudiera ganar una Vuelta y completar las tres rondas como los más grandes.
Poco después llegaría la gran crisis al ciclismo y al Tour. El escándalo del dopaje del equipo Festina, las detenciones, los interrogatorios, la Operación Puerto, más escándalos en el 2006... muchos asuntos vergonzosos, y no sólo por parte de ciclistas y médicos deportivos, sino por un trato que en ocasiones parecía que estuvieran tratando con criminales o asesinos. Me pregunté muchas veces si en la lucha contra el dopaje actuarían de la misma manera si fueran jugadores del Real Madrid.
La profunda crisis del deporte y del Tour tuvo muchas consecuencias, y aun hoy me pregunto si la herida llegará a cerrarse del todo. De repente se comenzó a atacar a los ciclistas, a poner en dudas logros tanto presentes como pasados, y, en fin, parecía que de repente el ciclismo fuera una reunión de yonkis en bicicleta que se paseaban por la montaña. Como suele pasar, se acusó y no se reflexionó.
No recuerdo que gran ex-campeón dijo aquella frase de "no esperarán que subamos y bajemos montañas sólo con espaguetis". Tras esa frase se escondía no una excusa para los corredores tramposos, pero sí una interesante reflexión de etapas kilométricas, de búsqueda de espectáculo teniendo en mente las audiencias, la publicidad y los esponsors, y un planteamiento de la carrera que había llevado a muchos ciclistas al límite. Porque, en el ciclismo, como por desgracia ha sucedido en prácticamente todos los deportes, ha habido, hay y habrá dopaje, pero lo que se debe hacer es combatirlo de una forma justa y eficaz, sin montar redadas policiales. Y porque en el ciclismo, como en todos lados, hay pillos, y también hay ciclistas mal aconsejados, o que depositan su confianza en el médico equivocado, o que simplemente se encuentran demasiado presionados.
Ojalá de todo aquel turbio asunto se hayan extraído conclusiones positivas, y los corredores anden más atentos y concienzados, se controle más a los equipos, y si es preciso, que se endurezcan las penas. Que un positivo, una vez testado y recontratestado, no signifique perde r minutos o dos años de suspensión, sino una expulsión total, para que los tramposos sepan que realmente se juegan su carrera. Todo menos demonizar a unos deportistas y un deporte digno como pocos.
Fue precisamente por entonces cuando el desencanto, y, confieso, un arranque chovinista ante la supremacía de
Lance Armstrong en el Tour, me llevó por primera vez a dejar escapar algunos Tours. Nada parecía tener sentido, cualquier mínima demostración de superiodad ya se achacaba al uso de EPO o cualquier otra sustancia, se prohibía correr a equipos enteros, las clasificaciones cambiaban por positivos de drogas, y para colmo un norteamericano, oriundo del país que siempre parece dominar en todos los deportes, atacaba la tradicionalmente europea prueba, ignorando otras grandes carreras, y, en fin, yendo a por todas hasta romper la marca de los míticos cinco Tours.
No me entiendan mal, a pesar de los rumores y extrañas evidencias de dopaje, que parece que ya perseguirán a cualquier ciclista que gane algo, aunque sea un osito en la feria, si
Armstrong ganó siete Tours fue porque era mejor que los demás, y nada hay que objetar a eso. Pero crecí viendo deportes y apoyando a los españoles, y los demás eran el enemigo. Y, bueno, si los hubiera ganado corriendo Giros o Tours o participando en más clásicas, lo asumiría mejor. Y, sí, sé reconocer su grandeza. Pero vaya, estos norteamericanos, siempre que van de turistas se mean en las tradiciones. ¡Malditos potentados! Y encima de repente los tontolabas de los telediarios le llamaban el mejor ciclista (de carretera habría que puntualizar tal vez) de todos los tiempos. Más bien habrá sido el mejor ganador de Tours de todos los tiempos. ¿Recuerdan a un tal
Eddie Merckx?
Y, en fin, que aquí me tienen, reconciliado de nuevo con el ciclismo, especialmente, vuelvo a recalcar, con el Tour, y esperando que ese deporte que mezcla de forma extraña lo individual con el trabajo de equipo, que tanto esfuerzo requiere, y cuya épica es para mí superior a la del fútbol, dejé atrás de una vez por todas los escándalos y vuelve a ser lo que siempre fue: un gran deporte para ver en la tele, admirando paisajes o incluso dando cabezadas. Y que el reinado español en Francia siga por muchos años. ¡Tendréis a
Carla Bruni, pero nunca tendréis el maillot amarillo! Muahahaha